Los recuerdos de mi niñez en Ponce, Puerto Rico, ciudad donde nací y viví mis primeros años, sirvieron de impulso vital para la creación de mis primeras figuras en barro. Ocurrió sin proponerlo, como si solo esperaran la señal de arranque, para comenzar a aparecer del centro de la arcilla pequeños niños y niñas que echaban a navegar barquitos de papel, brincaban la peregrina o lanzaban con destreza los trompos y las canicas.
Y no se han detenido. Proliferan, como esos recuerdos de los juegos que disfrutaba con mis hermanos en el patio de mi casa -que era muy particular- o en la Plaza de las Delicias junto a la fuente de los leones, en una época en la cual todavía los niños jugaban en las plazas.
A esas vivencias se entretejen otras que forman parte de nuestro telar cultural. Surgen, entonces, vejigantes, piragüeros, vendedores de helados, jibaritos y un sin fin de personajes que nos representan y definen como puertorriqueños.
Trabajar el barro me ha permitido tener una experiencia enriquecedora con la que he podido escudriñar en lo íntimo y particular, y explorar desde una perspectiva sociológica, aquellas cosas que nos distinguen como pueblo.
Es un quehacer que disfruto, que me permite entrelazar historias y crear nuevos cuentos, algunos de los cuales se los presento por este medio.
